Estos días he pensado mucho en mis abuelos, en mi Oma y mi Opa, y, especialmente, en la Venezuela y los venezolanos que los acogieron con calidez y amor cuando huyeron de las atrocidades del nazismo que diezmó a sus familias y a su pueblo.
El domingo 18 de septiembre de 2022, un bus lleno de migrantes de Venezuela, Nicaragua y Cuba aguarda para salir de Eagle Pass, Texas, tras ellos haber cruzado la frontera. |
Nací y me crié en esa tierra de gracia y armonía que permitió florecer a
mis abuelos con su máximo potencial, a su generación, a la de mi madre y a
la mía. Un país donde todos éramos igual de venezolanos, sin importar
nuestros orígenes, credos, colores de piel o niveles
socioeconómicos.
¡Qué nostalgia! ¿Quién me acompaña en el llanto por esa Venezuela querida
de la que nadie quería emigrar? Pero el idílico “sueño venezolano”
tristemente llegó a su final. Y dio paso a una insondable catástrofe de
dolor e injusticia que todos conocemos y hemos padecido.
Una nube negra descarriló las vidas de 6.8 millones de venezolanos que
salieron a la diáspora o al exilio con la patria anidada en el corazón. Esta
dramática avalancha humana constituye la ola de desplazamiento externo de
mayor magnitud del mundo actual, y la mayor crisis de refugiados y migrantes
junto con Ucrania, según organizaciones intergubernamentales.
Todos los expatriados venezolanos que recomenzamos nuevas vidas en nuevas
tierras —sin menoscabo de cómo ni cuándo— ineludiblemente estamos hilvanados
por dos circunstancias: la condición de inmigrante y de minoría.
Un hecho que algunos venezolanos parecen haber olvidado en Miami y el sur
de la Florida tras conocer la historia de casi medio centenar de migrantes
venezolanos que aspiran a las protecciones del asilo y quienes, tras cruzar
la frontera con México, fueron enviados al estado de Massachusetts por el
gobernador de Florida, Ron DeSantis. Previo a ello, en los últimos meses,
han ocurrido numerosos traslados de migrantes, incluyendo venezolanos, a
otros destinos.
La polarización creada en la comunidad venezolana ha llevado a un sector a estigmatizar a todos los migrantes venezolanos por ser “inmigrantes indocumentados” o “delincuentes que no deseamos en Estados Unidos”. Esta generalización no solo relega su dignidad humana, sino que incita al odio y al rencor —dos sentimientos que el chavismo en sus albores supo explotar para destruir el tejido de la otrora cohesiva sociedad venezolana.
Más allá de las convicciones políticas de cada persona, que merecen todas
ser respetadas, estas críticas a los migrantes ignoran a menudo que el
exilio venezolano, al igual que el cubano, se ha ido formando en distintas
capas, en distintas diásporas.
Pertenezco a la diáspora de los que salimos por avión y con visa estampada
en el pasaporte. Si bien me siento muy afortunado de ser —tras un largo y
arduo esfuerzo— ciudadano estadounidense por naturalización, comprendo que
no todos corremos la misma suerte ni poseemos la misma preparación para
labrarnos un nuevo futuro partiendo, en muchos casos, desde cero.
Hoy, miles de quienes huyen de la impotencia y el desaliento son caminantes y balseros que arriesgan sus vidas —y las de sus familias— a golpe de machete en la selva o a bordo de frágiles embarcaciones. Y padecen los quebrantos propios del caminante sin papeles, las puertas cerradas de un mundo hostil que a menudo los rechaza, si bien es innegable el fenómeno de la delincuencia que se ha infiltrado en los países de acogida de los venezolanos.
No me gusta hacer comparaciones porque todos recorremos senderos diferentes
y somos el resultado de circunstancias particulares, como las de mis
abuelos, que sufrieron un genocidio incomparable con los detonantes de las
migraciones actuales.
Pero vale la pena recordar, si alguien lo ha olvidado, que cualquier
venezolano o ciudadano extranjero que ingresó a Estados Unidos con visa de
turista y permaneció más tiempo del periodo de estadía autorizado por el
oficial de Aduanas mientras encontraba una solución migratoria a su caso,
generalmente ha tenido “presencia ilegal” en este país, según las leyes de
inmigración.
Y aquellos que han presentado solicitudes de asilo que las autoridades,
tanto en gobiernos republicanos como demócratas, han clasificado como
“frívolas, fraudulentas o no meritorias” con el propósito de obtener permiso
de trabajo tampoco han obedecido la ley al pie de la letra.
Hermanas y hermanos venezolanos, ¡basta de doble moral! “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”, reza el Evangelio cristiano.
Es hora a dejar aflorar lo mejor de uno mismo en estos tiempos de
polarización política e ideológica. No ignoro —de hecho, fui uno de los
primeros en denunciarlo— los testimonios sobre venezolanos en Miami (y en
otras partes del mundo) con conductas falibles en la coexistencia ciudadana.
Durante décadas, los inmigrantes y exiliados venezolanos hemos edificado
comunidades sólidas en el sur de la Florida con sumo esmero y vocación y,
ciertamente, hay quienes han venido a tumbarlas o a intentar
suplantarlas.
Es válido ser venezolano y no sentirse representado por los llamados
“malandros venezolanos” —como denominan a la juventud delincuente en el
país—, así como pedir un filtro en la frontera y políticas migratorias
acordes con las necesidades. Pero no debemos encasillar a nadie bajo un
prisma de prejuicios y estereotipos, de que todos son iguales, cuando no es
así. Muchos encarnan una verdadera tragedia humana y afrontan la
incertidumbre inherente a los flujos migratorios.
Rescatemos la venezolanidad de antaño, los atributos de solidaridad,
comprensión y empatía naturales de nuestro gentilicio. Es una tarea continua
que ha de emprenderse sin descanso. Hagámoslo por nuestros abuelos… y para
que las generaciones venideras sean como ellos.
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